La sola idea de romper con lo anterior suponía un cóctel explosivo de emociones.
En el mismo día, y casi en el mismo momento, podía sentir inseguridad, terror y angustia a la vez que entusiasmo, libertad e ilusión.
Muchos años con el mismo discurso, en el mismo entorno y con la misma perspectiva, hacen que esos barrotes sean cada vez más fuertes y difíciles de romper.
Y lo peor, los decoras y los haces bonitos, tanto, que te crees que no están tan tan mal.
Pero cuando algo te arde en las entrañas durante tanto tiempo hay que sacarlo.
Una no puede vivir con un “y si” para siempre.
Jamás me hubiera perdonado al menos no haberlo intentarlo.
Esperé a que se dieran las condiciones casi perfectas, insisto en lo de casi, porque lo de “perfectas” ya te digo que nunca va a pasar, y sopesé que era lo peor y lo mejor que podría pasar.
¿Qué es lo peor que podía pasar?
Fracasar.
Pero ¿qué es fracasar?
Que tuviera que volver a donde estaba.
A lo que una vocecita interior contestó. “¡Ey! ¡Hola! ¡Ya estoy aquí! ¡Ya sé cómo se está en este sitio, si hay que volver, pues ya sabemos de qué va esto, ¿no?!
Pero incluso si eso pasaba, pensé, al menos viviré una temporadita esto.
Fracasar es no intentarlo. Es quedarse en el sitio.
¿Pero y si sale bien?
¡Buahhh pues será la hostia! (perdón por la expresión, pero tú me entiendes)
Viviré en plena naturaleza, descubriré lugares preciosos, conoceré a otras personas, aprenderé a escalar, pasaré más tiempo con mi chico, viviremos aventurillas de las que nos gustan, tendré más libertad, y un millón de experiencias más.
Llegó un momento en el que me di cuenta que adentrarme en la Naturaleza me hacía sentir viva, radiante y positiva y no entendía porque tenía que reducirlo a un fin de semana o a un puñado de días al año.
No estaba dispuesta a seguir desequilibrando esa balanza metiendo más peso en el lado equivocado. Dije ¡basta ya!

