Kumari, diosa antes de niña

Cuando viajamos, no solo exploramos paisajes, sino también historias que nos interpelan. Nepal es un país de espiritualidad y belleza, pero también de desigualdades. La visita a Kumari, la diosa viviente en la tierra nos dejó el cuerpo frío y de ahí la necesidad de reflexionar y compartir lo que allí vivimos en este artículo.

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Recuerdo perfectamente el momento en el que vimos a Kumari. Estábamos en Katmandú, antes de empezar nuestro trekking por los pueblos más bonitos del Annapurna, tratando de absorber la energía de la ciudad entre calles caóticas, olor a incienso y templos ancestrales.

Fuimos a la plaza Durbar, donde se encuentra el Kumari Ghar, el palacio donde vive la Kumari, la diosa viviente de Nepal. Sabíamos que, si teníamos suerte, podríamos verla asomarse brevemente a la ventana. Y así fue. Pero lo que nos encontramos no fue la mirada de una diosa. Fue la de una niña. Una niña con unos ojos tristes que se quedaron grabados en nuestra memoria.

¿Quién es la Kumari?

En Nepal, una niña es elegida para encarnar a la diosa Taleju y es adorada como una deidad hasta que llega la pubertad. La tradición, con siglos de historia, parece majestuosa en la superficie: una pequeña vestida con ricos ropajes, con el tercer ojo pintado en la frente y una corte de sacerdotes y devotos inclinándose ante ella. Pero, si rascamos un poco más, ¿qué hay detrás de esta veneración? ¿Es realmente poder lo que ostenta la Kumari o estamos ante un ejemplo de cosificación infantil?

Porque cuando dejas de ver a la Kumari como un símbolo exótico y empiezas a verla como una niña de carne y hueso, las preguntas se vuelven inevitables.

El peso de la perfección

No cualquier niña puede ser la Kumari. Su elección responde a un proceso tan minucioso como inquietante. Debe pertenecer a la etnia Newar, su piel debe estar libre de imperfecciones, sus dientes intactos, su cuerpo inmaculado. Se busca que tenga ciertas características físicas ideales: grandes ojos, piel tersa, cabello rizado. Pero lo que más impresiona es la prueba final: debe pasar la noche en un templo rodeada de cabezas de búfalo recién decapitadas y no mostrar miedo.

Ahí es donde entendemos la trampa. Se espera de una niña una perfección imposible, una fortaleza inquebrantable. Se le exige que sea una diosa antes siquiera de haber sido una niña.

Una infancia encerrada en un palacio

Si la idea de ser adorada como una diosa pudiera parecer envidiable, la realidad es otra. Una vez elegida, la Kumari deja su casa y se muda al Kumari Ghar. No puede salir, no puede tocar el suelo, no puede jugar libremente. Su educación es limitada porque, se supone, su conocimiento es divino. Vive recluida, rodeada de adultos que la vigilan y la moldean para que actúe como una deidad.

En un mundo donde luchamos por los derechos de la infancia, la situación de la Kumari resulta desoladora. Su adoración no es libertad, es aislamiento. Su vida no es suya, sino de una tradición que la ha convertido en símbolo.

¿Y que pasa cuando dejas de ser una Kumari?

El mayor golpe llega cuando la niña deja de ser Kumari. Basta con que menstrúe o muestre signos de madurez para que deje de ser considerada una diosa. Entonces, después de años de vivir en reclusión, vuelve a la sociedad sin haber tenido una infancia normal.

Sin educación convencional ni herramientas para adaptarse al mundo exterior, muchas ex-Kumaris enfrentan serios problemas de reintegración. Se ha hablado incluso del estigma que cargan, porque hay quienes creen que casarse con una ex-Kumari trae mala suerte. Imagínate: pasas de ser tratada como una divinidad a ser vista como una mujer con un futuro incierto.

Kumari, como símbolo de poder o de opresión

Es fácil romantizar la tradición de la Kumari. Desde fuera, la idea de una niña diosa suena mística y fascinante. Pero cuando la miras con las gafas violetas puestas, el encanto se quiebra. Vemos una niña separada de su familia, convertida en objeto de veneración, sin posibilidad de decidir sobre su propio destino. Vemos una cultura que pone en un pedestal la pureza infantil, pero que desecha a la niña cuando deja de cumplir con ese ideal.

Nepal es un país de tradiciones fuertes y cambios lentos, pero algunas reformas han comenzado a abrir el camino. Hoy en día, supuestamente se les permite recibir educación formal y tener más contacto con el mundo exterior. Sin embargo, la pregunta sigue en el aire: ¿cómo modernizar esta práctica sin seguir vulnerando los derechos de las niñas?

En fin , viajar a Nepal, al menos para nosotras, también va de esto, de permitirnos hacernos preguntas, detenernos a reflexionar y compartir todo lo que se nos mueve por dentro. Es entender que el viaje es una oportunidad para dar visibilidad a las injusticias y desigualdades, para ser voz de denuncia y amplificar estas historias de quienes han sido silenciadas. Recorrer el mundo con mirada crítica y corazón abierto también es una forma de transformación.

Porque hay algo que quedó claro cuando vimos a esa niña en la ventana: los ojos de una diosa no deberían estar llenos de tanta tristeza.

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